Por Jorge Manrique Grisales
En la lista aparecían 19 nombres. Eso era lo que se sabía la tarde del 19 de julio de 1810. El dato fue dejado en un anónimo que alguien deslizó por debajo de la puerta del Observatorio Astronómico de Santafé de Bogotá a donde llegó su director, Francisco José de Caldas, cuando el sol se diluía en agónicos tonos anaranjados y los serenos comenzaban a encender sus faros de aceite en las principales calles de la capital del virreinato.
Después de leer la nota, el científico llamó a uno de sus asistentes y le entregó el papel con la misión de avisar a los criollos reseñados en la hoja, pidiéndoles que se reunieran en el Observatorio antes del toque de queda de las nueve de la noche.
Fueron llegando al lugar José Acevedo y Gómez, Jorge Tadeo Lozano, Antonio Morales y su hijo Francisco, Camilo Torres y otros. Pero, sin lugar a dudas, el asombro fue total cuando llegó el mismísimo capitán Antonio Baraya de los reales ejércitos del rey Fernando VII, quien también aparecía en la lista de supuestos rebeldes que estaban en la mira de las autoridades españolas.
Hasta muy altas horas de la noche los asistentes discutieron en torno a la situación del virreinato, matizada por numerosos pasquines que en los últimos días amanecieron en sitios públicos con consignas en contra del que llamaban “mal gobierno” pero que al mismo tiempo daban vivas al monarca español. A esto se sumaba la incertidumbre por la situación de la corte, secuestrada por los franceses.
Para la mayoría el tema de la administración del virreinato era insostenible, pues los cargos públicos más importantes estaban ocupados por peninsulares mientras que a los criollos les dejaban los de menor rango. Además, los descendientes de españoles nacidos en América reclamaban para sí privilegios que les harían más prósperas sus fortunas.
Desde los sucesos de la Revolución Francesa en 1789, muchos ilustrados santafereños desarrollaron su pensamiento en torno a las ideas de fraternizar con el pueblo para buscar un efecto parecido al de la toma de La Bastilla. Fue algo que se cocinó a fuego lento en tertulias como la del Arcano sublime de la filantropía de Antonio Nariño que junto con el intento de publicar la traducción de los Derechos del hombre y del ciudadano, nacidos de la entraña de la Revolución Francesa, le valieron la cárcel y el posterior destierro.
A la luz de unas pocas velas de cebo, para no llamar la atención de los serenos, los conspiradores idearon una forma de encender una revuelta popular y así crear el caos necesario para ganar terreno ante las autoridades españolas. Antonio Morales se ofreció como instigador del asunto. Caldas y él tenderían una trampa al comerciante español José González Llorente, dueño de una tienda ubicada en la calle real, a un costado de la Plaza Mayor. Era bien conocido el mal carácter del comerciante y sólo bastaba provocarlo para que dijera algo en contra de los criollos. La disculpa perfecta era la visita del comisionado regio, Antonio Villavicencio. La reunión se disolvió pasada la medianoche y los asistentes fueron saliendo a intervalos de tiempo para perderse en la oscuridad de la noche.
El día de mercado
El viernes 20 de julio de 1810, día en que se celebraba no sólo la fiesta de Santa Librada sino también el día de mercado, la Plaza Mayor comenzó a llenarse desde primeras horas con bueyes y mulas cargadas de mercaderías que comenzaron a organizarse en toldos armados por los comerciantes llegados desde municipios cercanos a la capital del virreinato.
En su tienda de la calle real, el comerciante gaditano José González Llorente acababa de abrir su almacén de telas y otras cosas importadas de España. Su esposa María Dolores Ponce atendía adentro de la casa a sus tres hijos incluyendo al bebé que tenía unas pocas semanas de nacido.
La mañana transcurría sin sobresaltos, a excepción de los arreglos para la visita de Villavicencio quien traía noticias sobre el Movimiento de Juntas en la Península, donde se había decidido retornar la soberanía a las Juntas en España y los Cabildos en América ante la catástrofe que significaba la ruptura de la monarquía por los ejércitos de Napoleón Bonaparte que pusieron preso al rey Fernando VII y su corte.
Había un ambiente de expectativa por lo que podría decidirse en Santafé de Bogotá y por eso los criollos que se habían reunido en el Observatorio Astronómico habían ideado una revuelta popular para ahorrarse la solicitud formal ante el virrey de crear una Junta como las que funcionaban en España desde 1808 cuando Francia invadió a la metrópoli bajo el pretexto de atacar a Portugal, en aquel entonces aliado de Inglaterra. Los ilustrados que tenían acceso a los periódicos que llegaban a la capital del virreinato sabían que ya se habían creado Juntas de Gobierno en La Habana, Buenos Aires y México aunque con pocos resultados por el celo de los peninsulares de ceder poder a los americanos en la difícil situación que vivía la monarquía.
El plan se puso en marcha hacia las 11 de la mañana. Antonio Morales y su hijo Francisco llegaron hasta la tienda de Gonzáles Llorente a quien saludaron desde la puerta. El comerciante respondió el saludo y enseguida preguntó qué se les ofrecía. Antonio Morales solicitó prestado un florero para adornar la mesa del comisionado regio Antonio Villavicencio, recalcando la importancia de que un enviado de la corona se interesara por lo que pasaba en Santafé de Bogotá.
González Llorente no pareció entender bien, pues preguntó si lo que deseaban padre e hijo era comprar un florero. En un tono más alto, Antonio Morales precisó que como se trataba de una única oportunidad, no era menester comprar un adorno. El comerciante sintió el tono altanero del criollo y respondió que su establecimiento no prestaba sino que vendía. Morales respondió subiendo aún más el tono de la voz: “En esa reunión estarán los personajes más importantes de la capital del virreinato con el fin de crear una Junta de Gobierno…” La frase fue interrumpida por el peninsular, quien ya había perdido la paciencia: “Me cago en su junta y en sus integrantes”, se escuchó al interior de la tienda.
Era el momento para que entrara en acción otro de los confabulados, el científico Francisco José de Caldas, quien se acercó a la entrada de la tienda de González Llorente fingiendo interesarse por lo que pasaba en su interior. En ese momento, Antonio Morales lo miró y dijo a gritos que ese pobre sastrezuelo español había acabado de decir que “se cagaba en los americanos”. Caldas repitió a viva voz lo señalado por Morales llamando la atención de quienes pasaban primero por allí y después de otras personas que se dirigían al mercado de los viernes.
Pronto se formó un tumulto frente al local comercial. Fue entonces cuando los Morales arremetieron contra el comerciante y lo sacaron a golpes a la calle en medio de insultos. La gente no acababa de entender lo que sucedía. Fue entonces cuando otras voces situadas estratégicamente dentro del tumulto comenzaron a gritar ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva su majestad!
Francisco José de Caldas no se quedó a ver el desenlace de la trifulca. Apuró el paso y subió por la calle paralela a la Catedral. Dos cuadras más arriba se detuvo y recuperó el aliento. Su mirada se posó por un momento en el cerro de Guadalupe y recordó los años en los que realizó el experimento para medir la altura de esa montaña y que publicó en el Correo Curioso y Mercantil de Santafé de Bogotá que él mismo fundó en 1801. Recordó también que aquellos fueron unos años felices en los que respiraba ciencia por todos sus poros. Extrañó todo aquello y cuando pensó en lo que comenzaba a ocurrir en la tienda de González Llorente se encontró con un mundo plagado de intereses en el que la violencia fue el detonante. Por un instante se sintió asqueado de todo aquello, pero ya era tarde pues se encontraba en el centro de la conspiración, así que prosiguió su marcha y se perdió entre las calles del barrio La Catedral.
Caldas no apareció más en los sucesos que siguieron en esa fecha y en los días posteriores. Gracias a su formación militar, fue nombrado tiempo después por el presidente Antonio Nariño capitán del Cuerpo de Ingenieros Cosmógrafos, también como un reconocimiento a su pasión por la ciencia.
Un herido que huye
Con su camisa hecha jirones y el rostro ensangrentado, González Llorente ganó la puerta de la casa de su vecino Antonio Moreno donde se refugió con el brazo izquierdo herido. Afuera la gente seguía gritando contra el mal gobierno. Muchos españoles que pasaban por allí torcieron camino y se alejaron rápidamente de la Plaza Mayor. El comerciante se curó las heridas y se cambió la ropa destrozada y valiéndose de una silla de manos, de esas en las que se acostumbra a trasladar a las mujeres y los dignatarios para evitarles caminar, intentó retornar a su casa, pasada la una de la tarde. A pesar de que lo logró, la gente se agolpó allí de nuevo golpeando la puerta con la intención de derribarla.
El boticario Jaime Sierra vio desde su negocio ubicado en la Plaza Mayor, al lado de una chichería, también de su propiedad, como la gente comenzó a reunirse en corrillos a donde también llegaron instigadores, varios de ellos miembros del grupo de los 19 que habían sido identificados por las autoridades españolas como un peligro para el gobierno.
De pronto la plaza se vio colmada de gentes que gritaban, también aupadas por agitadores, pidiendo un cabildo abierto, una forma de ahorrarse el protocolo de la consulta al virrey, Antonio José Amar y Borbón, a quien comenzaron a llegar noticias de lo que estaba pasando en el corazón de la Nueva Granada. Al gobernante le preocupó la rendición de las pocas tropas realistas, en su mayoría conformadas por americanos, que ahora estaban al lado de los revoltosos. Desde la invasión de Francia a España en 1808, y quizás desde mucho tiempo antes, la corona no enviaba nuevos regimientos a sus posesiones de ultramar porque ahora debía defenderse de Napoleón Bonaparte y su hermano José, elevado a la categoría de rey de España.
Santiago Martínez, carpintero de profesión, quien bajaba del barrio Egipto a vender cuatro sillas que acomodó en un buey, observó grupos de personas que se dirigían presurosas hacia la plaza mayor. Por su mente pasaron varias cosas. También, desde las ventanas de las casas de dos pisos algunos intentaban ver lo que ocurría.
El carpintero pensó que se trataba de algún espectáculo ambulante que aprovechaba el día de mercado para atraer al público o quizás una pelea de comerciantes por apuestas en alguno de los tenderetes de juegos de azar. Apuró el paso y vio el corrillo de gentes armadas con palos frente a la casa de González Llorente. Alguien le contó que el “chapetón” insultó a los americanos y que por eso querían que pagara con sangre. En principio no entendió muy bien el tumulto y decidió proseguir hasta la plaza mayor donde la gente hablaba en corrillos y no necesariamente de los productos que llegaron ese día al mercado. Se acercó a uno de ellos donde el ilustrado Jorge Tadeo Lozano explicaba cómo los impuestos y las riquezas de la Nueva Granada eran administradas por españoles inescrupulosos y que por eso había que exigir un cabildo abierto para denunciar estas tropelías y conformar un gobierno nuevo en el que los americanos pudieran administrar mejor lo que era de todos.
De revoluciones y otras yerbas
El alboroto tomó por sorpresa al mestizo Francisco Román, yerbatero y médico popular de profesión, quien hacía poco había llegado desde Quito trayendo plantas milagrosas para todos los males, incluyendo las cuatro variedades de quinas catalogadas por el propio doctor José Celestino Mutis en su célebre Arcano de la quina, tratado que tuvo oportunidad de leer en un viejo periódico que había circulado hace algún tiempo en Santafé de Bogotá.
Román, quien ya se había instalado con sus yerbas a un costado de la plaza mayor, le pidió a su ayudante, un muchacho indígena que reclutó en Pasto, que averiguara qué pasaba y que regresara a contarle. El joven se acercó a varios corrillos y al cabo de una media hora regresó rascándose la cabeza. “Don Francisco… Creo que se viene una revolución para tumbar al gobierno. Allá en la tienda del otro costado hay un señor al que quieren matar porque dijo que los americanos eran una mierda”, relató el ayudante. El médico popular quedó impactado por el relato del muchacho y le pidió más detalles. Por un momento pensó que era mejor recoger sus cosas y seguir para Zipaquirá, pero al cabo de un rato concluyó que si había una revolución, sus yerbas y sus conocimientos podían servir para aliviar otros males que se vendrían.
Entre tanto, Salvador Domínguez y su esposa transitaban por la calle real con un viaje de leña cortada en los cerros tutelares de Santafé cuando vieron a varias personas que bloqueaban el costado nororiental de la Plaza Mayor. Se hicieron a un lado de la vía con su burro y observaron cómo los oficiales del ejército real Rafael Córdoba, José María Moledo y Francisco Vallejo trataban de contener una multitud que quería derribar la puerta de la tienda del comerciante José González Llorente, a quien precisamente Domínguez y su esposa dejarían parte de la leña que transportaban. Sin entender mucho lo que ocurría, escucharon la orden de los militares de abrir paso al alcalde José Miguel Pey, quien después de tocar a la puerta varias veces ingresó a la vivienda. Los leñadores vieron cómo las gentes seguían gritando en contra el mal gobierno. Al cabo de un rato decidieron seguir con dificultad hacia la plaza con la idea de vender la leña que no pudo ser entregada.
El sueño del padre Rosillo
Poco antes del mediodía, el abogado y sacerdote Andrés María Rosillo y Meruelo escuchó la algarabía desde su prisión en el convento de La Capuchina a dónde había ido a parar desde hacía ocho meses. Por un momento creyó que por fin se trataba de la gran revuelta que soñó para que el virrey Amar y Borbón se erigiera como rey y separarse de una vez por todas de una España lejana que mantenía pobre a un territorio muy rico en recursos. Así se lo había planteado a la virreina, Francisca Villanova y Marco, antes de que empezaran las persecuciones en su contra[i].
Desde su sitio de reclusión sentía que había llegado ese anhelado día en el que él mismo ayudaría a construir un mejor reino. Calculó que en poco tiempo saldría de la cárcel a hombros del pueblo. Su pensamiento volaba también tratando de ver cómo recuperaría la fortuna que hizo gracias a su oratoria reconocida primero en los tribunales donde litigó como abogado y después en los púlpitos cuando tomó la decisión de convertirse en sacerdote.
El clérigo pasó de ser un férreo defensor del monarca español a uno de sus más enconados contradictores y esto le significó reconocimientos pero también enemigos y persecuciones. La historia registra que fue sacado de la cárcel por la multitud el 21 de julio y llevado en hombros, como lo había soñado, hasta la casa donde sesionaba desde el día anterior la nueva Junta de Gobierno que nombró presidente al propio virrey y vicepresidente al alcalde José Miguel Pey, quien horas antes había evitado que lincharan al comerciante González Llorente.
La tormenta era perfecta para los criollos que querían incidir en los destinos del virreinato y aumentar sus privilegios de clase en un territorio empobrecido, manejado a punta de intereses respaldados en la compra de títulos nobiliarios y en las minucias de una burocracia que pasaba por alto los problemas de pobreza y atraso. Las normas dictadas desde la metrópoli “se acataban pero no se cumplían” como rezaba un dicho entre los funcionarios del virreinato y los ambiciosos encomenderos que presionaban a las autoridades para salvar sus posesiones y negocios.
La idea de una Junta de Gobierno rompería la estrategia del virrey de mantener una mayoría de peninsulares en el Cabildo con lo que bloqueaba las aspiraciones de los criollos de tomar decisiones que los favorecieran sobre la cosa pública. Sin embargo, en la mente de los conspiradores no existía el pensamiento de romper con España. Más bien querían, detrás del discurso de apoyar al rey preso en Francia, ganar terreno en la administración del virreinato.
Cuando las campanas de la catedral y las otras 27 iglesias de Santafé de Bogotá comenzaron a sonar, a eso de las 12 del día, el bibliotecario real, Manuel del Socorro Rodríguez, levantó la pluma de uno de los textos que harían parte de los libros que prometió a la corte española que terminaría después de enterrar definitivamente su sueño de viajar a España a completar su formación en literatura como siempre se lo manifestó al rey desde cuando dejó su natal Cuba.
No era usual que las campanas de todos los templos repicaran al vuelo a una hora en la que la costumbre dictaba que era tiempo del almuerzo. Curiosamente, aun no llegaban las viandas que sagradamente le enviaban a esa hora, fruto de la generosidad de la familia que siempre cuidó de él. Gentes corriendo hacia la Plaza Mayor y otros apurando el paso para alejarse de allí fue el panorama que vio el ilustrado cuando observó por la ventana del segundo piso de la Biblioteca, donde estaban sus aposentos.
Como una iluminación, el bibliotecario recordó las palabras casi proféticas que escribió meses antes en El Alternativo del Redactor Americano[ii] indicando que “la Revolución Francesa es el principio de una revolución universal cuyas calamidades comienzan a verse de manera notable en la Nueva Granada”. Sin embargo, nadie tomó en cuenta sus palabras y fue así como un rumor que recorría las calles de la capital del Nuevo Reino de Granada estalló en una revolución el día de mercado.
[i] Andrés María Rosillo y Meruelo (1758-1835) fue presentado en los textos de historia tradicionales como uno de los personajes que hizo parte del estallido popular del 20 de julio de 1810. Sin embargo, su vida y sus prácticas poco ortodoxas en su vida pública lo sitúan como un personaje inquietante (Vanegas, 2016) que buscó no sólo reconocimiento sino fortuna gracias a sus excelsas dotes oratorias. Supo leer muy bien la crisis por la que pasaba la corona española después de la invasión napoleónica y desde allí proyectó varios escenarios para su liderazgo que se cristalizaron en la intención del virrey Amar y Borbón de crear una Junta en Santafé de Bogotá. Su elocuencia desbordada lo llevó incluso a plantear a la virreina un movimiento para proclamar a su marido rey, teniendo en cuenta la ambición de esta dama, acusada de vender puestos en el mercado y promover el tráfico de influencias (Llano Isaza, 2010). Advertido el gobernante de esto, ordenó allanar la vivienda del clérigo donde se sospechaba se tramaban acciones en contra de la corona. Alcanzó a escapar hacia la provincia de El Socorro, su tierra natal. Posteriormente, es capturado en noviembre de 1809. Sale de la cárcel el 21 de julio de 1810, al día siguiente de la revuelta, en hombros de una multitud como había soñado, aunque seguramente no tenía claro que estaba pasando. Lo cierto es que de la cárcel fue directo a ocupar un puesto en la nueva Junta de Gobierno, aunque su firma no aparece en el acta de conformación de la misma, conocida como Acta de Independencia pero en realidad se trata del Acta del Cabildo Extraordinario de Santafé del 20 de julio de 1810 (Cervantes, s. f.).
[ii] El Redactor Americano fue un periódico de corte oficial fundado por el virrey Antonio José Amar y Borbón dentro de la oleada de publicaciones que nacieron como parte de la licencia amplia otorgada por la corona para publicar en favor de España y contra la invasión napoleónica (Cacua Prada, 1985).
Fuentes bibliográficas
Cacua Prada, A. (1985). Don Manuel del Socorro Rodríguez. Fundador del periodismo colombiano. Publicaciones Universidad Central.
Cervantes, B. V. M. de. (s. f.). Acta de Independencia (Acta del Cabildo Extraordinario de Santa Fe) 20 de julio de 1810. https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/acta-de-independencia-acta-del-cabildo-extraordinario-de-santa-fe-20-de-julio-de-1810–0/html/008e6ca8-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html
Earle, R. (2005). Información y desinformación en la Nueva Granada colonial tardía. En D. Bonnet Vélez, M. LaRosa, G. Mejía Pavony, & M. Nieto Olarte (Eds.), La Nueva Granada Colonial. Selección de textos históricos. Ediciones Uniandes.
Llano Isaza, R. (2010, enero). La independencia en Bogotá: el 20 de julio de 1810. Credencial Historia, 8-14.
Vanegas, I. (2016, agosto). Andrés Rosillo, un revolucionario inquietante. Credencial Historia. https://www.revistacredencial.com/historia/temas/andres-rosillo-un-revolucionario-inquietante-0