Fragmento del libro «Relatos de la prensa» actualmente en construcción
POR JORGE MANRIQUE GRISALES
A las 11 de la mañana del 29 de octubre de 1816, antes de escuchar los disparos que se hicieron a su espalda, el condenado por traición sintió un frío que le recorrió la columna vertebral. Se transportó a los Andes ecuatorianos que había explorado hacía 15 años, observando los cielos nocturnos, recopilando plantas para su herbario y tomando nota de los accidentes geográficos de una zona donde la vida se desparramaba de forma incontenible. Esa fue, quizás su época más feliz cuando lo único que bullía en su mente era la ciencia. En el último instante, antes de que un perdigón de mosquete le perforara el occipital y le destrozara la cara, pensó en Dios y cruzó los brazos sobre su pecho.
Ochenta y ocho años después, el lunes 10 de octubre de 1904, varios miembros de la Academia Colombiana de Historia se reunieron en la entrada de la iglesia de La Veracruz. El médico Luis Fonnegra observó a sus colegas académicos por unos segundos y con un ademán les indicó que entraran al templo colonial, ubicado en el centro de Bogotá. Como médico, tenía la tarea de identificar mediante las técnicas y conocimientos forenses de la época los restos de alguien fusilado por la espalda también un lunes, el 28 de octubre de 1816. Ya en el interior, los recibió el sacerdote Nepomuceno Fandiño quien los encaminó hacia el costado oriental del templo, cerca de una de las puertas, donde se iniciarían los trabajos para colocar una nueva torre de la iglesia. El lugar ya estaba debidamente demarcado.
Primero, dos obreros comenzaron a remover la tierra con un barretón y una pala. Luego de sacados los primeros bocados de tierra, el doctor Fonnegra pidió que la tarea se realizara despacio para no estropear los restos que se pretendía exhumar. Pasados unos largos minutos, la tierra comenzó a cambiar de color y textura. A una profundidad de ochenta centímetros fueron apareciendo, luego de 88 años de permanecer allí, algunos fragmentos que el galeno identificó como huesos humanos. Levantó la mano para que parara la excavación y provisto de guantes se inclinó en el foso. Con sus dedos comenzó a despejar la tierra. Los huesos habían cogido el color parduzco del suelo y apenas sí se distinguían.
Lentamente fueron apareciendo a la luz cuatro cráneos en diverso estado de conservación; ocho húmeros, dos completos de 32 centímetros de longitud; cuatro cúbitos, tres completos de 24, 25 y 26 centímetros; cinco radios de entre 22 y 25 centímetros; seis fémures de entre 38 y 44 centímetros; dos tibias de 36 centímetros, dos fragmentos de omoplatos, seis huesos de la pelvis y tres costillas. Lo demás estaba regado en la fosa en pequeños fragmentos, “casi reducidos a polvo”, diría el doctor Fonnegra en su informe firmado el 29 de octubre de 1904[1].
Rompecabezas óseo
A primera vista, se concluyó que los restos pertenecían a cuatro personas que habían sido enterradas allí en tiempos en que España, con mano fuerte, reconquistó sus territorios de ultramar, perdidos momentáneamente durante la crisis por la ocupación francesa de la península ibérica y la rebelión del criollato neogranadino interesado en refundar un reino que querían administrar bajo sus propios intereses. Se trataba de hombres de entre los 25 y los 45 años de edad aproximadamente que después de fusilados en la plazoleta de San Francisco (hoy parque Santander) recibieron un entierro de afán en una de las iglesias cercanas al lugar. Todos los cráneos presentaban orificios de bala y dos de ellos “abolladuras” o “depresiones” posiblemente atribuidas a “golpes de pisón cuando los cadáveres fueron cubiertos de tierra, sin ataúd”, como quedó consignado en el informe del doctor Fonnegra.
En el sitio de la exhumación, el académico y forense organizó los huesos en una lona como tratando de armar un rompecabezas. En ese momento no sabía a quien pertenecía cuál esqueleto. En una libreta tomó notas de sus primeras impresiones y de la forma como estaban dispuestos los restos óseos. “Los esqueletos estaban orientados de sur a norte, como mirando al altar mayor”, escribió. Comprobó también que los huesos habían logrado preservarse gracias a que no fueron sepultados a mayor profundidad. Uno de los cráneos que estaba ligeramente más profundo que los demás presentaba mayor deterioro por efecto de la humedad del suelo. La última morada en todo caso revelaba la premura con la que se hizo la sepultura y el afán con el que se compactó la tierra con la ayuda de un pisón.
La primera inspección se prolongó por algunas horas después de lo cual y con la ayuda de los obreros los restos fueron llevados en la lona a la nave lateral del templo donde fueron cubiertos con una sábana. En los días siguientes el académico y médico Fonnegra continuó su estudio con la ayuda de algunos instrumentos de medición, el más curioso de todos uno de los que utilizaban los fabricantes de sombreros para tomar la medida de la cabeza de sus clientes denominado “conformador”.
Condena por traición
Como académico de la historia, Fonnegra sabía muy bien que en el templo de La Veracruz fueron sepultados al menos 70 patriotas ajusticiados por la corona española, entre ellos varios de los que participaron en la conspiración del 20 de julio de 1810. Los condenados se mantenían durante 24 horas como reos en capilla en el segundo piso del Colegio Mayor del Rosario, acondicionado como cuartel y tribunal, antes de pasar por las armas realistas. Si la sentencia era por traición se les fusilaba por la espalda.
Al cabo de varios días y luego de realizar los estudios del caso, el forense concluyó que el cráneo que había sido marcado con el número 1 mediante tinta indeleble perteneció a un hombre mayor de 40 años. Estaba regularmente conservado y medía 19 centímetros de diámetro anteroposterior (largo) por 13 centímetros transversal (ancho). “El occipital presenta hacia el lado derecho de la línea media dos orificios de forma irregular, uno superior de cuatro centímetros de largo por tres de ancho, y otro inferior de cinco centímetros de largo por cuatro de ancho; ambos tienen los bordes carcomidos por la putrefacción”, se lee en el informe. La presencia de dos orificios la explica el galeno en la práctica de los verdugos de rematar con uno o varios disparos a sus víctimas cuando estas “se retorcían en las últimas convulsiones de la agonía”. Sin lugar a dudas, se trataba de un hombre blanco por la conformación craneana (dolicocéfalo) común a los esqueletos examinados.
En el último párrafo de su informe el doctor Luis Fonnegra concluyó que “el cráneo número 1 es el de Francisco José de Caldas (muerto a los 45 años) y que los marcados 2 y 3 son los de Francisco Antonio Ulloa y José Manuel Montalvo (muertos a los treinta y tres años), siendo imposible diferenciarlos por presentar caracteres análogos. Por exclusión deben atribuirse los restos del cráneo número 4 al catalán Miguel Buch, que debió morir de menos edad que sus compañeros”.
El médico lamentó en su informe el hecho de no contar en las innumerables biografías de los próceres de la patria con datos acerca de la talla de los mismos. Infiere que “dadas las dimensiones de los huesos largos, se calcula que las personas que encarnaron los esqueletos mejor conservados tenían, respectivamente, un metro ochenta centímetros, un metro setenta y cinco y un metro sesenta, que corresponden a las tallas alta, media y pequeña”. Llama la atención acerca de las marcas de bala en un cúbito y un radio de lado izquierdo muy bien conservados que lo hacen pensar que en el último instante de su vida, el fusilado cruzó sus brazos sobre el pecho “en actitud de orar”.
[1] El informe fue publicado en el Boletín de Historia y Antigüedades número 25 de la Academia Colombiana de Historia correspondiente a enero de 1905.