El día que tembló a las 7 y 45

Por Jorge Manrique Grisales
(Fragmento del libro «Relatos de la prensa», actualmente en construcción)

Eran las 7:45 de la mañana del martes 12 de julio de 1785 cuando en el templo de los dominicos, en el centro de Santafé de Bogotá, Tomasa Quintero abrió la boca y sacó la lengua para recibir la comunión del sacerdote que pronunció el consabido Corpus Christi. En ese momento, todo comenzó a moverse. Tomasa tomó la hostia casi que de un mordisco y cayó de rodillas implorando perdón al crucifijo que tenía al frente. Al comienzo, el movimiento iba de sur a norte, en la misma dirección de la calle real, pero a continuación se produjeron sacudidas verticales que hicieron que la cúpula se desplomara, así como una de las naves laterales. Una nube de polvo comenzó a levantarse con la caída de las paredes tapiadas. El sacerdote alcanzó a aprisionar el copón de las hostias con las dos manos y cruzó la puerta de la sacristía justo antes que terminara de derrumbarse el techo. Tomasa había madrugado ese día con el propósito de confesarse y luego comulgar, antes de verse a las ocho de la mañana con el oidor José Mesía de la Fuente que había escuchado sus reclamos relacionados con su destierro del municipio de La Mesa. Pensó que era bueno estar en paz con Dios antes de verse nuevamente con el alto funcionario de la corona que había mostrado mucho interés en resolver su caso. No obstante, la forma como el oidor la miró la primera vez, la puso a pensar en que sería fácil abrirle la puerta al pecado y de paso solucionar rápidamente su disputa con el alcalde de La Mesa que le confiscó su casa y su negocio de chicha. Sin embargo, la noche anterior soñó que su casa se quemaba con ella adentro. Su lucha por apagar el fuego era infructuosa, pues cada vez que arrojaba agua, se avivaban las llamas. Interpretó esto como una anticipación del infierno si no cambiaba su vida. Decidió entonces confesarse a las seis de la mañana y comulgar en la primera misa que se daba en el convento de los dominicos.

Cuando comenzó a disiparse el remolino de polvo, después de dos minutos del movimiento telúrico, el cura vio una mano de Tomasa emergiendo de debajo de un trozo de la cúpula con los dedos crispados pero segundos después la extremidad languideció. Recordó que la mujer había alcanzado a comulgar y más allá del apocalipsis que sus ojos terrenales veían, vino a su mente la imagen de aquella mestiza llegando al cielo luego del martirio sufrido por el espantable terremoto que acababa de destruir el templo. Días después, el clérigo le contaría al comerciante Antonio Nariño, quien recorrió la ciudad recogiendo testimonios de la tragedia, que la mujer que el día del terremoto acaba de comulgar y más temprano se había confesado “fue llevada allí por la Divina Providencia para ser trasladada al cielo”.

Segundos antes del terremoto, el oidor José Mesía de la Fuente seguía apurando el paso pues esperaba ver a la mestiza que días antes lo había buscado para que impartiera justicia y ordenara a las autoridades de La Mesa que le devolvieran su casa y la indemnizaran por los perjuicios derivados de su destierro. En su mente bullían los pechos de la mujer, cuando sintió que algo lo mecía y después lo elevaba del piso, trastabilló un momento y vio cómo a sus espaldas se derrumbó una pared en medio de un gran estruendo. Los estafetas que lo acompañaban no alcanzaron a pasar y quedaron aplastados por la tapia y los capiteles que se desprendieron de la fachada de la Capilla del Sagrario. Sin recobrar aún el aliento, el oidor sintió en su pecho la opresión del pecado y comenzó a llorar viendo como los estafetas que lo acompañaban quedaron sepultados bajo los escombros. Repuesto de la imagen dantesca de la ciudad que se venía al suelo, se encaminó hacia la Catedral para pedir perdón por sus pensamientos pecaminosos y cambiar su vida. Por el camino vio cómo muchos ciudadanos salían a la calle con los brazos abiertos suplicando misericordia al cielo, mientras otros trataban de salir de la ruinas o ayudar a los que quedaron atrapados bajo la tierra y los ladrillos. Cuando pudo llegar a la Catedral quedó impactado. Su torre estaba agrietada y aún se desprendían trozos que quedaron endebles con la sacudida. Al ver que muchas personas buscaban auxilio espiritual en los agrietados muros del templo mayor de la ciudad, recordó su condición de autoridad real y comenzó a gritarle a todos que se alejaran del peligro. Al cabo de unos segundos varios lo reconocieron y comenzaron a hacerle caso. Dos soldados reales llegaron hasta allí y montaron guardia a prudente distancia para que nadie cruzara por el lugar, siguiendo las instrucciones del oidor que desde ese día inició una vida de penitencia para borrar el pecado de Tomasa Quintero. Viendo de nuevo cercana la muerte, años después, repartiría lo que quedaba de sus bienes para asegurar que la deuda quedaba definitivamente saldada.

Ilustración IA / Craiyon

Un batallón de carpinteros

A unas cuadras de allí, el coronel Domingo Esquiaqui y García sintió el remezón de las 7:45 de la mañana cuando confirmaba el número de hombres que a esa hora formaban frente a él. En total eran 23 pues más temprano dos habían salido a cumplir su papel como estafetas del oidor José Mesía de La Fuente. Su primera reacción fue separar las piernas para no perder el equilibrio mientras veía cómo sus hombres rompían filas en desbandada. Repuesto de la primera impresión y cuando aún la tierra seguía temblando, gritó a los soldados con todas sus fuerzas: ¡Alto! Aquí no corremos peligro, al comprobar que estaban al aire libre. Sin embargo, él y sus hombres vieron cómo las gruesas paredes de tierra pisada de la vieja edificación que les servía como cuartel se comenzaron a cuartear y posteriormente se derrumbaron en medio de un estruendo apocalíptico que dejó un montón de escombros que se perdió de la vista tras una cortina de polvo.

El coronel Esquiaqui y García recuperó las coordenadas de la cordura y nuevamente instó a sus hombres, al menos los que aún quedaban en aquel lugar a seguirlo. Comenzó a ver gente aterrorizada salir de sus casas y a otros tratar de rescatar cuerpos aprisionados entre los restos de las viviendas. En su mente de ingeniero comenzó a imaginarse cómo fue que se construyó esa ciudad que ahora veía destrozada por la furia del terremoto. Paredes hechas en tapia con tierra pisada, columnas en ladrillo y piedra, vigas de madera y puertas de distintos acabados, según la condición social. El énfasis se puso en la construcción de templos de las comunidades religiosas asentadas en Santafé de Bogotá, aunque en muchos de ellos se improvisó en el diseño estructural mezclando de forma inapropiada la tapia con el ladrillo, la piedra, la teja y hasta la paja. Todo salía ahora a la luz con el terremoto. En cuanto a las casas, las que más sufrieron fueron las de dos pisos. Las que no se cayeron con el remezón quedaron en condiciones de peligro para los santafereños que corrían desbocados. Muchos perdieron la vida minutos después del sismo, al caerles encima aleros y techos endebles. Al comprobar el riesgo de las edificaciones que amenazaban ruina, el militar ordenó a sus hombres establecer un perímetro de seguridad, especialmente en las iglesias hacia donde se dirigían los aterrados santafereños suplicando el auxilio divino.

El caos reinante no permitía ver las tareas prioritarias, pero con el paso de las horas, Esquiaqui y García conformó otro ejército, esta vez de maestros constructores, carpinteros y artesanos para iniciar las tareas de reconstrucción de la capital de virreinato de la que él se hizo cargo en los días y años siguientes.

Ilustración IA / Craiyon

El rostro de la muerte en el convento de las clarisas

Mientras tanto, en el coro alto de las clarisas, los dedos de sor Francisca Ibáñez de San Esteban perdieron el rumbo en el teclado del órgano con el fuerte movimiento que hizo que de los centenarios tubos del instrumento salieran notas destempladas. Comenzaron a caer del techo tierra y trozos del materiales que hicieron que la iglesia se desocupara en cuestión de segundos. Las monjas del coro se encomendaron a todos los santos, en especial a San Emigdio, y permanecieron en su sitio esperando la muerte. Todo a su alrededor sonaba al caer, pero la estructura del templo se mantuvo en pie, mientras que el convento comenzó a venirse al suelo. Por la mente de sor Francisca pasaron los momentos más significativos de su vida allí. Oraba como sus compañeras de clausura pero comenzó a darse cuenta de que si moría allí, nadie la recordaría ya que su última morada estaría en el propio cementerio del convento, ubicado a un lado de la cementera donde las religiosas cultivaban legumbres. Hacía años que su padre no se acercaba al locutorio a contarle de la vida de afuera del convento. También recordó la vida de su espejo espiritual, la venerable madre Joanna María de San Esteban, quien como “esposa de Jesucristo” sólo era conocida entre los muros del convento de las clarisas del que una vez fue abadesa. A ella se encomendó mientras su mirada recorrió la bóveda del templo tallada en madera y adornada con flores doradas de cinco pétalos. Su mirada se posó en la imagen de San Francisco de Asís, pintada en uno de los muros. El santo, con su burdo sayal y su mirada inocente, contemplaba el desastre con una mano en el corazón en la que se exhibe uno de sus estigmas. “Loado seas, Señor mío, por nuestra hermana la Madre Tierra, que nos nutre y nos sostiene”, murmuró la religiosa, recordando el Cántico al Sol que compuso el santo patrono de la comunidad y que ella recitaba en silencio en las horas de labor del convento.

El tiempo no parecía transcurrir y el terremoto continuaba meciendo el coro alto donde se encontraban las religiosas. Las figuras de aves y flores pintadas en los muros acompañaban los pensamientos de sor Francisca. Su mirada pasó de un venado, a una paloma de alas desplegadas y de allí a un colibrí suspendido en pleno vuelo. Volvieron a su mente las vidas de los santos. Recordó el misticismo de Santa Teresa de Jesús, sus éxtasis, sus visiones y su corazón conservado en la catedral española de Alba de Tormes, como le había contado su confesor. Nuevamente se encontró con su santo patrono Francisco de Asís que le devolvió la ternura de la naturaleza, los animales y las enseñanzas que deja la pobreza, esa de la que su padre huyó para poderla dejar en el convento. Enseguida vio claramente la imagen de novia muerta de la madre Johanna María de San Esteban, coronada con lirios, con un rosario en sus manos, y el gesto tranquilo con que seguramente la sepultaron en el presbiterio de la iglesia. No tenía ya duda, estaba viéndole la cara a la muerte ese martes por entre las celosías del coro alto de Santa Clara.

Ilustración IA / Craiyon

La idea de contar una ciudad en ruinas

Entre tanto, el ilustrado Antonio Nariño terminaba de revisar las relaciones de mercancías que habían llegado de Cádiz en el comedor de su casa. De repente, comenzaron a caer al piso floreros y otros objetos de la casa, al tiempo que su esposa Magdalena se levantó de la mesa y a gritos comenzó a implorar la misericordia divina. Nariño se incorporó y se dirigió a una de las ventanas que daba a la calle. El terremoto se hizo más fuerte al igual que el ruido de los destrozos que iba causando. Por unos segundos, el comerciante vio casas que se derrumbaban. Rápidamente siguió a su mujer que buscaba las escaleras para bajar al primer piso y ganar la calle. La servidumbre quedó a mitad del corredor con el pan de maíz, los huevos y el chocolate que se aprestaban a servir a los señores de la casa.

Los pensamientos de Nariño viajaban rápido en medio del temblor. Pensó en los dos locales comerciales que había en el primer piso de su casa y en los que vendía telas, ropas, aceite de oliva, vinos y otros productos importados desde España. De allí provenían buena parte los recursos económicos de la familia. Cuando salió a la calle detrás de su mujer, una nube de polvo los envolvió. Magdalena se arrodilló en el empedrado de la Calle Real pero su esposo la tomó del brazo ante el riesgo de que le cayeran escombros. Una vez que se disipó el polvo de la atmósfera apareció un paisaje desolador: paredes agrietadas, puertas y vigas arrancadas y aprisionadas en montañas de ladrillo, piedras, tejas y trozos de tapia. Su casa estaba derruida como casi todas las de la manzana de este sector del centro de Bogotá. Nariño buscó afanosamente donde guarecerse junto con su esposa y encontró una tienda que había sobrevivido al cataclismo. Como era tan reconocido en el gremio de los comerciantes, el dueño del local lo ayudó a entrar y alcanzó una silla para la mujer cuyo rostro tenía una mezcla de lágrimas y barro.

Recuperado de la primera impresión, Nariño salió nuevamente a la Calle Real y tomó rumbo hacia el norte, dejando a su mujer al cuidado de su colega comerciante. Cruzó el puente sobre el río San Francisco y comenzó a ver la torre agrietada del convento de San Francisco y a una multitud de personas que además de buscar parientes entre los escombros, demandaban suplicantes auxilio espiritual con los religiosos que trataban de salir de las ruinas. Se detuvo un momento y comprendió que el edificio había quedado en muy mal estado. Igual pasó con la Iglesia de la Veracruz de la que salió una improvisada procesión con la exposición del Santísimo. Recorrió varias cuadras del centro de la ciudad, tratando de imaginar la magnitud de los daños. Preguntaba a los transeúntes y ellos le contaban las miserias de aquel aciago día. Con el pasar de los minutos, comprendió que el terremoto cambió de un tajo la realidad de la capital del virreinato y recordó que cerca de allí funcionaba la Imprenta Real de Antonio Espinosa de los Monteros, miembro de una prestigiosa familia de impresores sevillanos que llegó a Santafé de Bogotá a finales del año 1777 procedente de Cartagena de Indias. Nariño subió por la calle del Colegio Mayor de San Bartolomé, también seriamente averiado, y en una casa, a mitad de cuadra, encontró al impresor recogiendo los chibaletes y tipos móviles de su imprenta que quedaron regados por el suelo. Lo primero que hizo el comerciante fue ayudar al impresor a organizar el desorden antes de decirle: “Don Antonio, tenemos que sacar una hoja pública para contar esta tragedia”.

Ilustración IA / Craiyon

El Aviso del Terremoto

Días después, el virrey Antonio Caballero y Góngora se enteraría de lo sucedido en Santafé de Bogotá, primero por boca de comerciantes y viajeros que llegaban a Cartagena remontando el Magdalena y después por las cartas enviadas por el coronel Domingo Esquiaqui y García, el científico José Celestino Mutis y algunos oidores de la Real Audiencia, entre otros. Pero la mejor síntesis de todo le llegó en una hoja pública de 20,5 por 14,5 centímetros salida de la Imprenta Real de Antonio Espinosa de los Monteros bajo el título AVISO DEL TERREMOTO sucedido en la Ciudad de Santa Fe de Bogotá el día 12 de Julio del año de 1785 que le envió en un paquete de varios ejemplares el comerciante Antonio Nariño. Allí el cronista le contó cómo el templo y convento de los dominicos quedó prácticamente destruido y cómo una mujer preñada y dos hombres que asistían a misa allí se salvaron metiéndose en el hueco de un confesionario. Cómo otra mujer piadosa murió al momento de recibir la comunión después de haberse confesado. También como dos capiteles de la Capilla del Sagrario se desprendieron segundos después que pasara por allí un oidor de la Real Audiencia. El relato también refiere los daños que sufrió la Catedral cuya torre construida en sillares y ladrillo se derrumbó en gran parte quedando en riesgo de desplomarse completamente por lo que fue necesario poner centinelas en sus costados para alejar a los transeúntes. Agrega que “el convento de San Francisco ha quedado sumamente maltratado” aunque no tanto como el de Santo Domingo y que la torre del reloj quedó cuarteada de arriba abajo lo que hace pensar que es mejor hacerla de nuevo al menos de la mitad hacia arriba.

El Virrey también se enteró del temor a Dios de los santafereños que se volcaron a las iglesias para confesarse y realizar actos de penitencia. Los templos no daban abasto con la demanda de confesiones y algunas organizaron procesiones y vigilias de todo un día con el Santísimo Sacramento expuesto. Fue visible la devoción a San José, San Pedro Alcántara, patrono de la Veracruz; San Francisco de Borja, patrono de la ciudad, y a la Virgen del Topo. Mención especial en la relación de sucesos tuvo la Ermita de la Virgen de Guadalupe, ubicada en lo alto de uno de los cerros tutelares de la capital del virreinato. Este santuario se arruinó por completo y la imagen fue bajada en procesión solemne hasta el Convento de la Candelaria.

Las noticias también llegaron de poblaciones como Soacha, Engativá, Cajicá, Fontibón y Facatativá desde donde reportaron daños en sus iglesias y mucha devoción de los fieles. El AVISO DEL TERREMOTO describe también como el comandante de Artillería, Domingo Esquiaqui y García organizó una cuadrilla de soldados, artesanos, carpinteros y peones para alejar a las personas de los sitios de peligro e iniciar tareas de demolición. A este ejército de voluntarios se unieron los padres capuchinos que contaban con maestros de obra que trabajaban en la construcción de su templo, ubicado cerca del puente de San Victorino.

El cronista señala que a eso de las 10 y media de la mañana se sintió un nuevo movimiento de la tierra que acrecentó el pánico de los santafereños al punto que varias familias pudientes se retiraron a sus casas de campo ubicadas en las afueras de la ciudad. A la una de la madrugada del 13 de julio se sintió de nuevo un sismo y otro más a las cuatro y tres cuartos de la madrugada que hicieron que muchos prefirieran esperar el nuevo día en plazas, sin el riesgo de morir aplastados por las casas que quedaron seriamente averiadas.


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