Por Jorge Manrique Grisales
Fragmento del libro «Relatos de la prensa» actualmente en construcción
Cerca de las 10 de la noche del 9 de marzo de 1687, el artesano Juan de Tordesillas soñó que una gran descarga de artillería alcanzaba el techo de su casa ubicada calles arriba de la catedral de Santafé de Bogotá. El ruido era como el bramido de muchos cañones disparados a la vez[i]. En su sueño alcanzó a tomar conciencia de todo lo que había comido antes de irse a la cama: ajiaco, pan de maíz y un trozo de carne, acompañado de vino. Por un momento pensó que el volcán que rugía era su estómago, pero despertó sobresaltado al lado de los gritos de su mujer, Felipa Montalvo, quien rápidamente salió de la cama y se arrodilló implorando la clemencia celestial.
Cuando Tordesillas comprobó que todo estaba pasando allí mismo, vino una segunda descarga de ruido que hizo que corriera rápidamente a tientas en busca del patio de la casa. El cielo estaba despejado con una luna escuálida en cuarto creciente. No había nubes ni señales de relámpagos. Esta vez sintió que el extraño ruido provenía de las entrañas de la tierra. En la penumbra comprobó que las cosas no se movían por lo que descartó que se tratara de un terremoto. Adentro su mujer seguía llorando y rezando. Cuando creyó que todo se iba a calmar vino una tercera oleada de ruido que esta vez se sintió en el cielo y en la tierra. Le gritó a su mujer que salieran de la casa. Corrió la tranca y cuando abrió la puerta vio en la calle empedrada sombras gritando y pidiendo ayuda. Recordó que su mujer tenía siete meses de embarazo y volvió a entrar en la casa, tropezando con sillas y otros objetos que no sabía que existían. Estaba descalzo y eso complicó dolorosamente cada tropezón. A tientas tomó a su mujer de la mano y buscó la poca luz que entraba por el portón de la vivienda. El ruido no cesaba y más gente se lanzaba a la calle en medio del pánico.
El sereno Manuel Espejo levantó su lámpara de aceite tratando de descubrir de dónde provenía el alboroto. Corrió hacia una esquina que daba a la calle real esperando ver una carga de caballería que nunca apareció por ningún lado. A los pocos segundos comenzó a ver sombras que parecían fantasmas correr despavoridas. Camisones y pijamas de distinto tipo y en distinto estado desfilaron por su lado, así como hombres y mujeres completamente desnudos. Unos iban hacia la Plazoleta de las Nieves y otros venían hacia la Plaza Mayor en medio de un tumulto matizado de plegarias, palabras de arrepentimiento[ii] y llanto a lo que se sumaba el aullido de perros, tanto de las casas como los callejeros. Alguien de entre la multitud gritó que fueran a las iglesias a pedir el auxilio divino por sus pecados, sugerencia que encaminó a muchos hacia los templos más cercanos.
En busca de refugio

El ruido completaba ya unos 10 minutos cuando la novicia Antonia Rodríguez del Pilar escuchó golpes en el portón del convento de las Clarisas. Adentro, todas las religiosas de clausura habían comenzado una salva de oraciones para contrarrestar las acechanzas del maligno que creían había subido desde el mismo infierno para gobernar la tierra[iii]. Pensaron que ese sábado había llegado el día del juicio final. Con el corazón en la mano, la hermana Rodríguez del Pilar informó a su superiora de los golpes en la puerta. Varias de las novicias y sus criadas se acercaron a la entrada del convento, tratando de no hacer ruido desde adentro para escuchar lo que sucedía en la calle. Al cabo de unos segundos escucharon gritos, llanto y súplicas pidiendo refugio. Los golpes se hicieron más apremiantes a medida que el ruido seguía recorriendo las calles y barrios de la capital del Nuevo Reino de Granada.
El capellán del convento de las clarisas, el franciscano español Tomás López de Ayala, salió de sus aposentos de la sacristía y aún con el sueño pegado en los ojos y una vela de cebo encendida en la mano recorrió el largo pasillo que lo separaba del convento. Desde allí tenía acceso a la puerta donde encontró a la abadesa y a un grupo de novicias y criadas que cuando se percataron de su presencia huyeron despavoridas para evitar ser vistas con sus camisones de dormir. El clérigo habló con la superiora para tratar de averiguar lo que sucedía. Fue entonces cuando los golpes arreciaron suplicando el auxilio espiritual en ese momento. Una voz gritó pidiendo la confesión y la comunión, mientras que otros clamaban porque se sacara el Santísimo a la calle para espantar al demonio. Con total conciencia de la angustia que se vivía adentro y afuera, la abadesa le pidió al sacerdote que se pusiera los ornamentos y que ella misma le ayudaría a preparar la custodia con la hostia para tratar de calmar el miedo de la gente. Los demás templos y conventos de la ciudad registraron las mismas aglomeraciones de feligreses que suplicaban refugio.
Lucha contra el demonio

En un momento, en las calles confluyeron procesiones de Santísimos de varias iglesias que atendiendo el clamor de los asustados santafereños agregaron a las hostias consagradas varios objetos de veneración pública para consuelo de los pecadores que seguían implorando la confesión. Entre la multitud alguien gritó que olía a azufre por lo que las mentes asustadas corrieron al interior de las iglesias, pues esa era una señal clara de una invasión proveniente del mismísimo infierno. Esa fue la misma sensación que percibió también desde la ventana del palacio arzobispal el provisor del arzobispado Lorenzo Alcalá Galeano quien sintió el hedor a azufre y voces guturales de fondo, asociadas al ruido, que describían actos eróticos innombrables como quedó registrado en la relación que del acontecimiento hizo el padre jesuita Joseph Cassani, muchos años después, en 1741[iv]. Para ese momento no había duda alguna que se trataba de una cosa del demonio y el provisor corrió hacia la catedral donde exhortó a los asustados fieles a arrepentirse y orar. Las confesiones se prolongaron por ocho días en los templos donde se registraban largas filas de penitentes ansiosos de ponerse al día con su conciencia.
Casi al final del estruendo, cuando ya habían pasado unos 20 minutos, el presidente de la Audiencia de la Nueva Granada, Don Gil de Cabrera y Dávalos, estaba listo para salir con toda la tropa a la calle. Su talante militar y su fama de pacificador de indios lo llamaban a empuñar las armas en defensa del territorio que le fue encomendado por la autoridad real. De acuerdo con su experiencia en batalla, Santafé de Bogotá era objeto de una invasión por el camino real que lleva a Honda. Rápidamente dispuso de los pocos hombres con que contaba para la defensa de la plaza, pero su instinto le señaló que las tropas invasoras se harían fuertes en la zona boscosa de las riberas del río Fucha por lo que muy estratégicamente encaminó sus soldados por las calles de San Agustín y Santa Bárbara[v] yendo él al frente con una antorcha de aceite encendida. El espantoso ruido ya había terminado cuando los defensores de la capital del reino llegaron a orillas del río. Lo único que se escuchaba a esa hora de la noche era el canto de las ranas, aunque el espantoso ruido les duró a los santafereños mucho tiempo en los oídos.
Notas
[i] El espantoso ruido ocurrido en Santafé de Bogotá el 9 de marzo de 1687. La primera referencia que se tiene de este fenómeno aparece en La historia de la provincia de la Compañía de Jesús del Nuevo Reyno de Granada en la América, escrita por el sacerdote jesuita Joseph Cassani. En el capítulo XXVII, el autor hace una relación del suceso ocurrido hacia las 10 de la noche del día 9 de marzo de 1687, bajo el título RARO SUCESO, y espantoso ruido, sucedido en Santafé y sus vecindades en este tiempo, que por la desgracia referida, estuvieron suspensas las Misiones del Orinoco. Describe el pánico que vivieron los santafereños quienes interpretaron el suceso como aquello “que le sugería su corazón” (Cassani, 1741) dando a entender la configuración de una especie de acto de contrición por los pecados cometidos teniendo en cuenta la versión popular que refería el asunto como cosa del demonio. En todo caso, el autor quiso explicar de alguna forma desde lo natural y lo filosófico lo sucedido, aunque sin comprometerse de lleno con una tesis ya fuera científica o teológica. Hay que tener en cuenta que el relato del padre Cassani apareció 54 años después de ocurrido el suceso cuando ya existía no sólo una memoria social perfectamente formada alrededor del acontecimiento al punto que cada 9 de marzo, al caer la tarde, se acudía a los templos a implorar la gracia divina, ante el Santísimo expuesto, por ese mal recuerdo que se transmitió de forma oral de generación en generación.
[ii] El pecado y el sentimiento de culpa en la colonia. Señala Rodríguez Jiménez (2019) que “durante esta época dominaba una mentalidad culpabilizadora, que explicaba los accidentes naturales, las enfermedades y las desgracias como castigos divinos, casi siempre explicados por los frailes y los sacerdotes como consecuencia de la lascivia, la impiedad y el olvido de Dios” (p.269).
[iii] El demonio en los conventos de la colonia. Entre los siglos XVI y XVII proliferó en la América hispana la idea de que el demonio se metía en los conventos y poseía por igual a religiosos y religiosas. Esto se dio en simultáneo con el funcionamiento de los tribunales de la Inquisición que perseguían a todos los sospechosos de realizar actos contrarios a los dogmas de la religión católica. En 1674, la Inquisición conoció el caso de 23 a 26 religiosas clarisas en la provincia de Trujillo, en el Virreinato del Perú, señaladas de estar poseídas. Los jueces del Tribunal del Santo Oficio culparon a indígenas, especialmente a un curandero, de haber introducido el demonio en el convento de las clarisas. Esta era una forma muy común de manipular la representación colonial de la cultura y la espiritualidad indígenas (Rodríguez Jiménez, 2019).
[iv] Una posible explicación al espantoso ruido de 1687. Al momento de asumir como bibliotecario real en Santafé de Bogotá, en 1790, Manuel del Socorro Rodríguez se hizo cargo de la colección de libros de la Compañía de Jesús que fue incautada por la corona española a la orden religiosa luego de su expulsión del territorio en 1767 por orden del rey Carlos III. Entre esta colección figuraba La historia de la provincia de la Compañía de Jesús del Nuevo Reyno de Granada en la América, donde el ilustrado bibliotecario encontró el relato del “espantoso ruido” del 9 de marzo de 1687. En calidad de director del Papel Periódico de Santafé de Bogotá, Rodríguez de la Victoria encontró interesante el suceso relatado por el padre Cassani y decidió reinterpretarlo 108 años después intentando su propia explicación crítica partiendo de tres puntos básicos: “escrutinio riguroso de la verdad de los hechos; combinación de todas las circunstancias relativos a ellos; y oportunidad de las reflexiones con que deben ilustrarse” (Silva, 2013, p. 168). En su relación, el padre Cassani había hablado de que días después se había producido en el virreinato del Perú un terremoto al que asoció el ruido que se sintió en Santafé de Bogotá. Esta afirmación fue considerada improbable por parte del director del Papel Periódico teniendo en cuenta que el sismo en Lima y sus alrededores se produjo casi siete meses después. Ambos hablaban de una especie de cámara subterránea de aire comprimido que buscaba su salida a la superficie y de allí su denominación como “rarefacción del aire comprimido”(Silva, 2013).
[v] El historiador bogotano Alfredo Iriarte describe la movilización de las tropas con base en el relato original del padre Cassanni Sucedió en una calle (Iriarte, 1996).
Referencias
Cassani, J. (1741). Historia de la provincia de la Compañía de Jesús del Nuevo Reyno de Granada. Imprenta y Librería de Manuel Fernández.
Iriarte, A. (1996). Sucedió en una calle. Espasa Calpe.
Rodríguez Jiménez, P. (2019). Los demonios en el convento: el caso de las monjas clarisas de Trujillo, Perú, siglo XVII. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 46(2).
Silva, R. (2013). El Gran Ruido de 1687. Paradojas aparentes de la crítica ilustrada neogranadina. América sin nombre, 18(18), 162. https://doi.org/10.14198/amesn2013.18.14