Por Jorge Manrique Grisales
En misa de siete de la noche el olor a fritura de empanada se colaba por cualquier resquicio del templo de San Joaquín, dos faldas abajo del Club Manizales. Eran los tiempos del padre Simón y su empeño por terminar la obra de la iglesia del sector a punta de empanadas. El olor se hacía más apremiante a medida que avanzaba la celebración. Luego de la bendición bastaba con salir al atrio y voltear hacia una carpa donde se despachaban una, cinco, diez, cincuenta… En fin las empanadas que fueran necesarias para calmar el antojo de la feligresía. Eran los años sesenta y yo tendría unos seis años y mi papá y mi mamá nos llevaban a misa con la promesa que si nos portábamos bien, nos gastaban empanada. Éramos entonces una procesión de cuatro o cinco hermanos que hacíamos un esfuerzo gigantesco por no reírnos o hacer muecas de cansancio durante la eucaristía.
El episodio vino a mi mente leyendo el libro de Albeiro Valencia Llano, Manizales, la aldea, el pueblo, la ciudad, donde se lee claro que la catedral basílica de Manizales, esa que aparece en todas las fotos y que se ve desde cualquier parte de la capital de Caldas, se hizo a punta de empanadas. Lo creo porque si un modesto templo situado a dos cuadras de la 23 se hizo así ¿cómo no la joya de la corona de los manizaleños? Si usted es modelo 60, como yo, o anterior hasta donde la memoria se lo permita, puede revivir con este libro las distintas facetas de una ciudad muy particular hasta donde llegaron pianos de cola y fuentes de agua a lomo de mula. Es más, allí le explican muy bien por qué razón es mejor cargar un piano en un buey que en una mula. O también por qué después de la guerra de los mil días, cualquier negocio que se montara en esa colina de la cordillera central pelechara. O cómo después de las guerras aparecieron poetas, periodistas e intelectuales que con el paso de las décadas conformaron el mito de la cultura Greco-quimbaya. Tampoco se olvida que allí existió un templo de la cultura llamado Teatro Olimpia o que tuvo a dos premios Nobel de Literatura como jurados del Festival Latinoamericano de Teatro Universitario de Manizales, hablamos del chileno Pablo Neruda y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
A lomo de mula y buey
En su relato, el historiador Valencia Llano se fue hasta la época en la que los colonos antioqueños remontaron valles y montañas y llegaron por los lados de Morrogacho a una espina de la cordillera donde trazaron solares y crearon un asentamiento desde donde se podía ir hacia el valle del Magdalena, desafiando el páramo de Letras, o hacia el Gran Cauca atravesando una geografía variopinta en climas y vegetación que años más tarde le daría a Colombia la riqueza del mejor café del mundo. Toda la vida, los que no son de Manizales se preguntan por qué carajos fundarían una ciudad en esas lomas. La respuesta es simple: porque así eran nuestros ancestros.
El libro respira historia con base en datos, recuerdos, noticias, fotos y documentos de muy variada naturaleza que revelan una ciudad a la que no le quedó grande la catedral, el cable aéreo más largo del mundo en su momento (entre Manizales y Mariquita) o el ferrocarril que se demoró años en encontrar la ruta por entre las montañas para conectar a Manizales con el Océano Pacífico.
Recuerdo muy bien que de mi casa en San Joaquín, uno llegaba a la carrera 27, donde quedaba la tienda de don Arturo, y una cuadra más allá, el paisaje remataba hacia abajo en un barranco. Allá estaba la aventura. Bajábamos con mis hermanos por el desfiladero hasta la carrilera para ver el tren cuando se descarrilaba o pescar renacuajos en las lagunitas que había al lado de la vía férrea. De mi casa hacia arriba, subiendo dos faldas, estaba la otra ciudad, la de los ricos del Club Manizales que jamás conoceríamos o la de la 23 por donde discurría la vida, el comercio, los buses de la empresa Socobuses o las carretas del Rocío en época de ferias.
Instalado mentalmente en la década de los sesenta, cerca de la Concentración Escolar Juan XXIII, donde hice mi primaria, olía a chocolate, pues cerca quedaba la fábrica de chocolate Luker de la que también habla el historiador Valencia Llano en su libro. Enseguida estaba el Instituto Universitario donde estudió mi hermano José Benito y más allá el Instituto Técnico Francisco José de Caldas donde estudió mi hermano Hugo Ferney. Siguiendo por la Avenida Santander, se llega a la clínica de La Presentación, donde nací, y de allí hacia el sur está el Cementerio San Esteban o el barrio de Los Acostaos, como le decíamos en la escuela.
La funeraria de la que salió un campeón
Cerca del cementerio estaba la funeraria La Equitativa de la que Valencia Llano cuenta una historia fantástica. Allá llegó un día un boxeador costarricense llamado Carlos Arturo Rueda C, sin dinero y con la firme intención de ganarse la vida con los puños. Manizales y Aparicio Díaz Cabal, el dueño de la funeraria, le tenían otro plan: pulir ataúdes, pues de su tierra natal trajo una exquisita técnica para los acabados de los cofres fúnebres. Fue un día cuando su jefe lo oyó narrando partidos de béisbol y peleas de boxeo imaginarias y lo presentó a una emisora local para que participara en la transmisión de eventos deportivos. De allí surgiría el campeón Carlos Arturo C (nunca supe si la C era de Caicedo, Correa, Castrillón, o qué se yo…), pionero de las transmisiones deportivas, el mismo que se inventó el transmovil para narrar la Vuelta Colombia en bicicleta y también el que bautizó con apodos a muchos deportistas como Efraín “El Zipa” Forero, “Pajarito” Buitrago o Martín Emilio “Cochise” Rodríguez.
Siguiendo el recorrido sesentero de la mano del libro Manizales, la aldea, el pueblo, la ciudad, llegamos a la antigua estación de El Cable, actual sede de la facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, donde estudié tres semestres antes de desertar e irme para Bogotá a convertirme en periodista. Recuerdo que luego del temblor de 1979, ese fue el único edificio de la Nacional que no sufrió daño, pues estaba construido y reconstruido al estilo “temblorero” del que también habla Valencia Llano en la Manizales de comienzos del siglo XX cuando los sismos asustaban a nuestros mayores pero nunca al grado de hacerlos desistir de vivir en esa colina.
Sobre el tema de la Universidad de Caldas, ubicada cuadras abajo de El Cable, recordé el movimiento estudiantil de los años 70 del que mi hermana María Amparo se llevó un culatazo de un soldado del Batallón Ayacucho en los oscuros sucesos de septiembre de 1976 cuando la universidad fue ocupada por la policía y el ejército. Total, siempre hay una implicación personal en las 437 páginas de un libro escrito en una prosa vigorosa y amena que una tarde de diciembre de 2023 adquirí en la librería café El Ágora, en el sector de Palermo, donde espero algún día tomarme un café con el doctor Albeiro Valencia Llano, quien me hizo viajar al Manizales profundo, ese que fue capaz de hacer una catedral a punta de empanadas.
Que escrito tan ameno,parece estar charlando de tu a tu con el escritor,…muy bueno, excelente,evocando nuestra niñez en la hermosa y siempre recordada Manizales del alma,… felicitaciones…
Jorge, excelente artículo y gratos recuerdos que evocamos de ese «Manizales del Alma», siga así y Dios le bendiga. Abrazos en la distancia.
Fue muy emotivo para mí adentrarme en este excelente relato que me transporto a mi linda Manizales, evocando las imágenes de su hermosa topografía, pude viajar en mis sentidos y recorde el olor de las empanadas por las buenas causas, sentir el cansancio en mis piernas cuando subía caminando por sus faldas interminables… Hermosa nostalgia que después de 27 años viviendo fuera del país llena mi memoria sensorial y me lleva a visitar mis valiosos recuerdos de personas que ya no están y con las que compartí mi vida alrededor de esas calles, de mi casa en la 26 y con los que disfrute las sabrosas empanadas para ayudar a terminar la Iglesia.
Un abrazo desde la distancia como siempre recordando a mi Manizales del alma.