Por Cristian Rene Herrera Balanta
Estudiante de Terapia Ocupacional / Escuela Nacional del Deporte
Cuando te encanta tener tu espacio personal, no te gusta que lo invadan, vives bastante
alejado de los lugares que usualmente frecuentas y estás un tanto comprometido con la
puntualidad, el transporte público se puede volver un tormento para ti; por supuesto,
teniendo en cuenta como es la mayoría del transporte público en Colombia. En este
contexto la frustración puede llegar a tí, muy a las siete de la mañana, cuando sales de tu
casa a coger la tía Alameda 3 para llegar a la universidad o a entrenar.
Desde que tengo 15 años entreno voleibol. Antes de la pandemia asistía normalmente a mis
entrenamientos en pirata, pero después del Covid a todos nos tocó hacer cambios en
nuestras vidas y yo no fui la excepción. Cuando regresé a mis entrenamientos no podía usar
el mismo transporte de antes porque había subido mucho el valor del pasaje, entonces opté
por el más económico y más rápido que pasaba cerca a mi casa: “la tía Alameda 3” y desde
ese momento me sumergí en una relación de amor-odio con este transporte.
La tía Alameda 3 siempre me hace esperar como si estuviéramos jugando al escondite,
apareciendo cuando menos lo espero y en ocasiones haciéndome correr como flash para
alcanzarla. Pero cuando finalmente logro abordar, me encuentro con una aglomeración de
personas que hacen que sienta que estoy en un concierto de Bad Bunny en un coliseo. Es
como un laberinto sobre ruedas donde cada pasajero es una pieza perdida en el gentío de
la buseta.
Y no puedo evitar mencionar el drama de los asientos. A veces tengo la suerte de encontrar
uno libre, pero cuando no hay más disponibles, siempre sube algún adulto mayor con una
mirada tierna y me toca cederle mi preciado lugar. Parece que soy el único bondadoso en
toda la buseta, ¡El campeón de la generosidad en asientos públicos! Pero lo más divertido
es cuando la tía Alameda 3 decide acelerar como si estuviera compitiendo en una carrera
clandestina. De repente, el conductor se convierte en piloto de Fórmula 1 en medio del
tráfico caótico de la ciudad. El viaje empieza a parecer un paseo lleno de adrenalina y
emoción, donde cada rodada se convierte en una aventura emocionante e impredecible y
cada frenazo brusco nos hace volar hacia adelante como si fuéramos astronautas en
gravedad cero.
Y para rematar, siendo alto, cuando tengo que ir parado me siento como el protagonista de
una película de comedia. Mis piernas se doblan y contorsionan tratando de encontrar una
posición cómoda en ese espacio reducido; es como si estuviera intentando encajar en
medio de una multitud apretujada.
En fin, la tía Alameda 3 es como esa amiga tóxica que te hace sufrir y reír al mismo tiempo;
aunque a veces la odio con todas mis fuerzas por su demora, lentitud y aglomeración,
también la amo cuando aparece como un rayo en el momento justo y me lleva rápidamente
a mi destino. Es una relación complicada, pero al final del día, es parte de mi vida
post-pandemia y no puedo evitar reírme de todas sus locuras. ¡Gracias, tía Alameda, por
hacer del transporte público una aventura inolvidable!