Por Jorge Manrique Grisales
En el cambio de turno, después de despachar la Edición de la Costa, Pablo Augusto Torres se disponía a entregar la jefatura de redacción de El Espectador a Luis Palomino, otro veterano quien, al igual que él, tenía claras las coordenadas de un país sacudido por la violencia originada en el narcotráfico y la guerrilla. Conversaban acerca de los pendientes para la última edición de la noche. En la agenda de ese 30 de abril de 1984 estaban la salud del ministro de Defensa, Gustavo Matamoros, afectado por un cáncer; los detalles de una escalada guerrillera en Bogotá, Medellín y Cali; las peleas internas en la Central de Trabajadores de Colombia (CTC); las negociaciones de los liberales con el gobierno de Belisario Betancur para un eventual “acuerdo nacional” … En fin, un día típico en una nación convulsionada.
Eran las 7:30 de la noche cuando comenzaron a sonar los teléfonos y en los radios de transistores que siempre manteníamos a la mano, sonó el jingle que anunciaba una noticia de última hora: “Atención… Se acaba de conocer que el vehículo en que se movilizaba el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, fue atacado a bala por sicarios en el norte de Bogotá…” Al comienzo nos miramos asombrados pero con la certeza de que era absolutamente posible que eso estuviera pasando. Acababa de cumplir mi primer mes como practicante de redacción de El Espectador y ahora me encontraba en medio de un alboroto de órdenes para que todos regresaran a sus puestos de trabajo y comenzaran a llamar a sus fuentes. Algunos que no habían acabado de salir del edificio de la carrera 68, al occidente de Bogotá, regresaron presurosos. A las telefonistas se les pidió ubicar a los que ya habían salido. En fin, nos preparábamos para una noche muy larga.
Volvieron a la sala de redacción, don Luis De Castro, jefe de judiciales, Fabio Castillo, Edgar Caldas, Marcela Giraldo, Aura Rosa Triana, Gonzalo Silva y don Germán Castro, jefe de fotografía, entre muchos. No hubo tiempo para un consejo de redacción. A pleno grito desde su escritorio, Luis Palomino direccionó el cubrimiento del magnicidio. Había varios frentes para cubrir: el sitio del atentado donde permanecía el Mercedes blanco con los vidrios rotos, el lugar donde fue dado de baja uno de los sicarios, la casa del ministro Lara Bonilla, la Clínica Shaio a la que fue llevado, la Casa de Nariño a donde comenzaba a llegar el gabinete ministerial para un consejo extraordinario de ministros convocado por el presidente de la República. Al parecer, todos los frentes estaban asignados. Yo seguía escuchando la radio y mirando atento el hormiguero en que se había convertido la redacción hasta cuando Palomino me enfocó con sus anteojos de carey: “Vaya a la sala de radio, grabe todo, tome nota del parte médico y de las reacciones de políticos y dirigentes… En fin de todo el mundo y me está informando”. No dijo más, pero para mí era una tarea monumental. En la sala de radio encontré a Manuel Martín quien cambiaba carretes de cintas magnetofónicas y con habilidad las pasaba por los rodillos y activaba el REC de grabar. Comencé a tomar nota y cuando había algo nuevo sobre el suceso me paraba como un resorte y corría al escritorio de Palomino que molía titulares en su máquina de escribir Olivetti. Nunca supe si realmente me escuchaba, pero de una cosa estaba seguro: El jefe de redacción lo sabía todo.
Como a las diez de la noche, me llamó con un grito desde su escritorio: ¡Manrique!, solté los audífonos y corrí presuroso. “Tiene que irse a la Clínica Shaio y esperar el parte médico. Cuando lo tenga, llama por teléfono o lo dicta por el radio del carro”. Me di media vuelta para cumplir la orden, cuando escuché nuevamente a mis espaldas la voz del jefe: “Venga chino”. De uno de los cajones de su escritorio salió como por arte de magia un tatuco de fotografía con aguardiente. “Tómese uno que afuera está haciendo mucho frío”. Era cierto, había llovido en la tarde y persistía una lluvia menuda sobre Bogotá.
En las afueras de la Clínica Shaio había mucho movimiento. Traté de romper el cerco de seguridad con la consigna de que era periodista de El Espectador. Sin embargo, no tenía carné, pues apenas era un practicante, y mi cara no hablaba mucho de que fuera periodista. Así que pacientemente esperé al lado de otros reporteros de radio y prensa que instalaron allí un puesto de transmisión para recoger reacciones de las personalidades que se acercaron al lugar. Por allí vi al procurador Carlos Jiménez Gómez, el rector del Externado, Fernando Hinestrosa Forero; el ministro de Minas, Carlos Martínez; el alcalde de Bogotá, Augusto Ramírez Ocampo; el viceministro de Gobierno, Víctor G. Ricardo, y el senador Emilio Urrea, entre otros. El presidente Betancur ya se había ido cuando llegué al lugar. Desde el radio del vehículo de El Espectador dicté las declaraciones de quienes accedieron a hablar con los periodistas, pero del parte médico nada.
El sicario abatido
Eran casi las 12 de la noche, cuando el conductor del vehículo me buscó entre el tumulto de gente. “Lo necesita Palomino en el radio”. Una vez en el interior del vehículo escuché otra orden: “Váyase ya para el sitio donde fue abatido el sicario. Dicen los vecinos que hay una romería allá. Mire a ver qué dice la gente”. Con timidez pregunté: “¿Y el parte médico?”. Al otro lado del radio escuché clarito: “Olvide eso y váyase ya”. Sin pensarlo más, partimos hacia el lugar, la Avenida Boyacá con calle 127, en donde fue abatido uno de los sicarios, mientras que el otro, que conducía la moto desde la que se hicieron los disparos al carro del ministro Lara Bonilla, fue herido por los escoltas del DAS que acompañaban al funcionario. Medicina Legal ya había terminado la diligencia de levantamiento del cadáver de Iván Darío Guisao Álvarez. En el pavimento quedaron rastros de sangre y aceite de la moto Yamaha que seguía tirada en el suelo. Allí estaban los curiosos, unos con ojos llorosos y otros indignados por el grado de violencia al que había llegado el país. El fotógrafo del diario hizo unas imágenes. Yo recogí algunos testimonios y pregunté por el radio si había algo más que hacer. Después de unos minutos, la orden fue que regresáramos al periódico.
De vuelta a la sala de redacción sentí la tensión por otro de los varios cierres de edición que hubo esa noche. Palomino apuraba a todos para que entregaran los printers que él leía a toda velocidad, titulaba y despachaba a la sección de armada. Cuando me presenté, me dio otro aguardiente y me dijo que le contara detalles de lo que había visto y escuchado a don Luis De Castro. El jefe de judiciales estaba con su acostumbrado cigarrillo en los labios y el teléfono de cable y disco sostenido entre el rostro y el hombro, mientras escribía a toda velocidad en su Olivetti. Después de esperarlo unos minutos, me escuchó de afán y me remitió al periodista Orlando Henríquez que estaba frente a una de las pantallas monocolor de la época. Henríquez a quien le decían “Platanito”, recibió mis datos y después me quedé en la nebulosa viendo gente correr con sus printers.
Seguía sumergido en ese torrente de adrenalina cuando Heberto Másmela, uno de los periodistas del turno de la noche, me llamó y me dijo que lo acompañara a la rotativa. Allí tomó uno de los periódicos recién impresos y me pidió que le ayudara a chequear titulares y los llamados de primera página que anunciaban que la información continuaba en páginas interiores. Rápidamente repasé el periódico oloroso a tinta bajo la mirada expectante del jefe de rotativa que era quien tenía el poder de parar la máquina para corregir cualquier error. Después de unos minutos, la rotativa aumentó su velocidad y de sus entrañas brotaron los diarios que a primera hora estarían en la puerta de los suscriptores, las manos del sindicato de voceadores y los puestos fijos de venta y distribución.
El cadáver de Lara Bonilla ya estaba frío y se iniciaba el protocolo para un funeral de Estado. Hacia las cuatro de la mañana, y luego de algunos retoques finales, salió la última edición con el parte médico, ese que no pude conseguir y que finalmente Manuel Martín desgrabó de una de las transmisiones de las cadenas radiales. A esa hora, Palomino repartió el aguardiente que quedaba y se puso su saco, apurando los restos de un cigarrillo. Como yo era de los que no tenían vehículo, esperé pacientemente a que hubiera cupo en uno de los carros del diario que iban hacia el sur llevando al personal de rotativa, armada, fotocomposición y redacción. Llegué a la casa donde vivía cerca de las 5:30 cuando Bogotá amanecía con olor a tragedia nacional.
Ya pasaron cuarenta años desde aquel día en que fue asesinado Lara Bonilla y yo era lo que llamaban “datero”, el hombre que recogía datos para que los demás escribieran. Años después, el cuerpo del ministro fue exhumado para comprobar algunas inconsistencias de ese parte médico, que jamás conseguí, y del informe de los forenses que no explicaron muchas cosas.
Dia memorable para quienes tuvieron que pasar un dia que tiene memoria.
Me encantó la crónica.
Excelente relato!! …nos devuelve a recordar tristes eventos que llenaron de sangre el País. Memorias que merecen espacio en nuestra historia Nacional para no repetir los mismos errores. Dolor de Patria!
Muy buena crónica, sobre todo porque a quienes tuvimos la oportunidad de ejercer el periodismo nos recuerda lo duro que es el ejercicio de este oficio cuando se está comenzando la profesión, pero que gracias al empeño y el esfuerzo sé logra escalar positivamente como lo hizo mi querido amigo y colega Jorge Manrique a quien saludo y felicitó.
Fresco y vivido relato de uno de los episodios que empodero a los amigos del narcotrafico. Gracias por hacerte y hacernos la pregunta…
Excelente crónica. Una muestra de que el buen periodismo se hace en la calle y no desde los escritorios.
Excelente crónica del pasado violento que ha vivido nuestro país en su historia. Felicitaciones.
Lo bueno de la nota es revivir el pasado de cómo se revive la historia como se vivieron esos momentos desde la sala de redacción en los comienzos de la carrera de periodismo de Jorge. Muchas gracias.